El espejismo del progreso: el sueño americano y el sueño peruano a través del tiempo

El siglo XX trajo la promesa de la prosperidad. En Estados Unidos, esa promesa tomó la forma del sueño americano: una vida con casa propia, familia estable y oportunidades sin límites. En el Perú, esa aspiración se moldeó de otra manera: más frágil, más desigual, pero igualmente arraigada en el deseo de progreso. Ambos sueños nacen del mismo impulso, vivir mejor, pero sus trayectorias revelan un contraste profundo entre dos sociedades que midieron el bienestar con distintos relojes.

Los años cincuenta: abundancia e inicio desigual

En la década de 1950, el estadounidense promedio creía vivir la edad dorada del éxito. La industria florecía, el empleo era estable y los suburbios se expandían. Poseer una vivienda con jardín y automóvil era símbolo de estabilidad. La salud pública avanzaba y la educación garantizaba movilidad social. El sueño tenía rostro de familia nuclear y promesa de futuro.

En el Perú, el escenario era otro. La mayoría de peruanos vivía aún en zonas rurales o migraba a las ciudades buscando oportunidades. Lima comenzaba a desbordarse, y lo que en el norte era suburbio ordenado, aquí se transformaba en barriada improvisada. El sueño peruano no hablaba de prosperidad, sino de supervivencia: aspirar a un techo propio, enviar a los hijos a la escuela y ganarse el sustento diario.

Los setenta y ochenta: crisis compartidas, respuestas distintas

La crisis del petróleo afectó al mundo entero. En el país del sueño americano, el desempleo crecía y la inflación corroía los ingresos. Sin embargo, la cultura del consumo se mantuvo viva gracias a la expansión del crédito. Se cambiaron valores por deudas, pero la ilusión persistió.

En el Perú, los setenta y ochenta fueron décadas de agitación. Golpes de Estado, inflación, violencia política y desempleo marcaron el rumbo. Millones de familias levantaron casas con sus propias manos en los cerros de las ciudades. La vivienda se volvió símbolo de resistencia más que de progreso. Mientras tanto, la educación pública se deterioraba, y la salud, lejos de garantizar bienestar, era un privilegio urbano. El ocio era sencillo: fútbol, música popular y televisión en blanco y negro.

Los noventa: globalización y cultura del consumo

Con la globalización, el sueño americano se volvió digital y publicitario. La abundancia empezó a medirse en pantallas, marcas y gadgets. La vivienda se volvió más cara, la educación universitaria más costosa, y la promesa de movilidad se sostuvo sobre la deuda. El sueño perdió su base de igualdad, pero conservó su poder de atracción.

En el Perú, los años noventa trajeron estabilidad económica después del caos y el miedo. Surgió una nueva clase media emergente con acceso al crédito y al consumo. Tener casa propia, un televisor a color, un auto usado y enviar a los hijos a una universidad privada se convirtieron en los nuevos signos de progreso. Pero, como en Estados Unidos, la seguridad social no acompañó ese crecimiento. Era una prosperidad que caminaba sobre cuerda floja.

Los 2000: más objetos, menos certeza

El inicio del nuevo milenio consolidó el culto al consumo. En Norteamérica, los suburbios siguieron expandiéndose hasta la burbuja hipotecaria de 2008, que reveló el lado oscuro del sueño: familias endeudadas y viviendas embargadas. La promesa de bienestar se transformó en ansiedad económica.

En el Perú, el crecimiento económico dio paso a una era de crédito fácil, centros comerciales y préstamos personales. El acceso a bienes aumentó, pero las brechas estructurales permanecieron. La escuela pública seguía débil, la salud colapsaba y el trabajo formal no alcanzaba para todos. El sueño peruano empezó a parecerse más al americano: vivir a crédito, con el mismo vacío detrás de la abundancia material.

Hoy: la insatisfacción como punto de encuentro

En ambos países, el sueño ha perdido credibilidad. En Estados Unidos, los jóvenes no pueden pagar una vivienda o su educación, y la desigualdad se siente en cada esquina. En el Perú, la aspiración sigue siendo la casa propia, el colegio privado, la atención médica digna y unas vacaciones una vez al año. Pero cada meta se vuelve más difícil de alcanzar. El trabajo inestable, el costo de vida y la falta de servicios públicos de calidad limitan ese progreso.

Hoy, tanto allá como aquí, el bienestar se mide con la misma fórmula peligrosa: cuánto se tiene, no cuán bien se vive. En ambos casos, el resultado es el mismo: una población cansada, endeudada y atrapada en la promesa de un futuro que se posterga constantemente.

Vivienda, salud, educación y ocio: espejos rotos

Entre el mito y la posibilidad

El sueño americano nació como símbolo de oportunidades; el peruano, como defensa contra la pobreza. Hoy, ambos chocan con la misma realidad: el sistema no garantiza bienestar a quien trabaja. Mientras uno se descompone por exceso de consumo, el otro se atranca por falta de condiciones.

Quizá el verdadero sueño contemporáneo no sea tener más, sino vivir mejor. Una vida con educación que forme ciudadanos críticos, salud digna, vivienda segura y tiempo libre real. No un sueño hipotecado ni una ilusión estadística, sino un destino compartido donde la prosperidad deje de ser excepción y empiece, por fin, a ser derecho.

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